Para san Pablo, el hombre que se ha encontrado con Cristo es un hombre nuevo. Sin duda él podía afirmarlo porque en él la afirmación era una realidad. De aquel hombre fanático y turbulento que iba camino de Damasco no quedó nada; del silencio y del retiro que siguió al encuentro con Cristo surgió otro hombre nuevo cuyo norte varió definitivamente. Para San Pablo casi nada de lo que importaba a los hombres tenía importancia; su jerarquía de valores se había trastocado profundamente. Por eso se atreve a decir a los suyos que, después de encontrarse uno con Cristo no puede ir por la vida con la vaciedad de criterios que tienen los gentiles que, por definición, no conocían a Jesús.
Hoy estamos rodeados de "gentiles"; vivimos inmersos en un mundo que no quiere conocer a Jesucristo. La consecuencia es inmediata: la vaciedad de criterios se impone. Hombres y mujeres se mueven, auténticamente teledirigidos por unos criterios que no soportan el mínimo contraste. Es gozar, y deprisa, lo que importa por encima de todo. Hay que apurar el tiempo porque el tiempo pasa rápidamente y hay que vivir la vida, que es una sola y corta. Por eso interesa "tener", tener dinero, naturalmente, porque eso nos asegura el triunfo máximo. Y los hombres y las mujeres de hoy se preparan casi en exclusiva para "tener": tener poder, influencia, categoría, belleza; tener placer inmediato e intenso; tener categoría en el ambiente determinado en el que se desenvuelven.
No importa "ser", importa "tener". Y esto es tan así que al hombre lo valoramos y lo calificamos no por lo que es sino por lo que tiene. El que tiene más dinero y sólo por este hecho, es más importante que el que no lo tiene; el que tiene dos coches último modelo se siente más importante que el que no ha alcanzado todavía esa deseada meta; la que exhíbe una figura estilizada camina más segura que aquélla que no puede competir en elasticidad y delgadez; las joyas son síntoma de categoría y las pieles y las casa en las que se vive y las profesiones que se ejercen. Los hombres que han alcanzado el máximo de todas estas cosas son los que aparecen como paradigmas de la sociedad y son secretamente envidiados por todos; son los que marcan pautas de comportamientos y a los que, desde luego, se les dispensa todo lo que nos parece insoportable en el común mortal que carece de sus "credenciales".
Si San Pablo viviera hoy, podría, con toda verdad, repetir el contenido de su Epístola, podría advertir a los cristianos contra la vaciedad general de los criterios al uso que están produciendo generaciones de hombres y mujeres frívolos incapaces de encontrar en su vida un contenido transcendente. Frente a este modo de vida, San Pablo opone el del cristiano auténtico, el del hombre que se ha dejado penetrar del Espíritu y ha renovado su mentalidad; el del hombre que, como él, se ha encontrado en el camino de la vida con Jesucristo y ha sacado de ese encuentro una fuerza misteriosa por la que las cosas que pueden absorber a los hombres ocupan su lugar correcto y los primeros puestos están integrados por una serie de valores que le proporcionan un peso específico haciendo de él un "ser de cuerpo entero".
Recientemente, en una "Clave" de televisión, uno de los asistentes, que profesaba de ateo, preguntó a un jesuita presente en el estudio que en qué se diferenciaba en la práctica un hombre cristiano, un hombre con fe, del que no la tenía. La respuesta exacta debería ser que la diferencia entre cristiano y otro que no lo es, está en su diferente manera de ver y vivir la vida; está en que para el cristiano el mundo es un lugar de encuentro con los hombres, con todos los hombres, para intentar descubrir el gran secreto del Reino de Dios; en que para el cristiano la vida no es para gozarla con el sexo, el alcohol, la droga, el poder, la política, la riqueza o los concursos de belleza; sino para vivirla serena y profundamente en la alegría de la entrega a los otros hombres por cuyos problemas se tiene el máximo interés; para vivirla encontrando en la familia el sitio ideal del desarrollo y de enriquecimiento mutuo; para vivirla apurando al máximo la dignidad profesional cualquiera que sea la que se ejerza. La respuesta exacta pudiera ser que para el joven que se ha encontrado con Cristo no es deseable la droga ni tiene sentido el pasotismo como forma de protesta ante un mundo incapaz de desvelar horizontes de grandeza, porque él sí que ha encontrado en su Dios esa grandeza que le exige necesariamente una postura de solidaridad con los demás.
Pero lo que debería preocuparnos es que, después de veinte siglos de cristianismo alguien pueda preguntar -con toda razón- en qué se diferencia prácticamente y diariamente un hombre cristiano de otro que no lo es. La pregunta, y lo que tras de ella se esconde, nos debería hacer reflexionar seriamente y sacar las consecuencias que se deducen de ella. Una de esas consecuencias, la fundamental sin duda, es que somos cristianos de nombre pero que no nos hemos encontrado con Cristo, que no hemos oído y que no hemos dejado que el Espíritu renueve nuestra mentalidad. Por eso nos tienen que decir -repito que con razón- que somos igual que los demás hombres a los que san Pablo dice que "andan en la vaciedad de sus criterios".
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